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Hemos entrado en época electoral y la austeridad va perdiendo amigos. Reflexión por Isaías Hernando presidente de la Asociación por una Economía de Comunión en España

Publicado en la revista Ciudad Nueva

Los partidos que han gobernado durante la crisis y han aplicado las «políticas de austeridad» propugnadas por el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo (la llamada Troika) ya han rebajado el discurso y no parecen considerarla una buena compañera de viaje para ganar las elecciones. A pesar de ello, la austeridad seguirá inevitablemente en el centro del debate político. De ello se encargarán los partidos de oposición y especialmente los nuevos partidos emergentes, muy críticos con respecto a esas políticas de austeridad. 

Más allá del rifirrafe electoral, llama mucho la atención una paradoja: aquellos que con más dureza atacan las políticas de austeridad son en general los que defienden un estilo de vida más austero, respetuoso con los límites del planeta, planteando incluso el decrecimiento como alternativa virtuosa. En cambio, los defensores de las políticas de austeridad declaran su deseo de volver cuanto antes a un crecimiento económico mantenido y en cierto sentido opulento. 

Para tratar de deshacer, al menos un poco, el lío de la madeja, convendría aclarar que la austeridad, como muchas de las palabras importantes de la vida, no tiene un único significado. Hay una dimensión virtuosa de la austeridad que se pone de manifiesto sobre todo cuando es libremente elegida como estilo de vida y que consiste en respetar y amar el valor de las personas y de las cosas sin explotarlas. Pero la austeridad también puede tener una dimensión de sufrimiento y exclusión, si es impuesta por los intereses de una élite o por un sistema injusto. 

Es evidente que en el origen de la crisis, que tantos sufrimientos, paro y pobreza está causando, hay un consumo excesivo alentado por un acceso indiscriminado al crédito. El sentido común parece indicar que no saldremos de la crisis a largo plazo volviendo a sus orígenes. Es igualmente evidente que este nivel de consumo no es sostenible, porque choca contra los límites biofísicos del planeta. No les falta razón a quienes propugnan un principio colectivo de autocontención. Pero, por otra parte, el crecimiento parece una dimensión fundamental de todo ser vivo. De algún modo todos intuimos que nuestra vida es crecimiento. 

La cuestión entonces es si es posible pasar del sistema actual, centrado en la idea del crecimiento ilimitado, a otro modelo de crecimiento que incluya la noción de limitación y de reducción de las desigualdades sociales. Para encontrar una respuesta positiva hay que abrir la perspectiva y dejar de identificar crecimiento con consumo. Aunque no es fácil, porque si miramos a nuestro alrededor, nos daremos cuenta de que en las últimas décadas el consumo ha ido ocupando un lugar cada vez más central en nuestra vida y ha ido desplazando otras dimensiones.

Intentemos poner algún ejemplo. A nivel personal vemos que nuestra idea de felicidad y de bienestar cada vez depende más del consumo y menos de otros factores como el logro personal o el esfuerzo. A nivel social no hay más que ver el protagonismo que han alcanzado en nuestras ciudades los centros comerciales y otros lugares de consumo, mientras que muchos lugares de trabajo han ido perdiendo visibilidad. A nivel macroeconómico vemos que los indicadores que utilizamos para medir el crecimiento, como el PIB, han perdido ya cualquier conexión con otras dimensiones humanas, desde que han incorporado la economía sumergida, la economía delictiva, la explotación sexual y el tráfico de drogas.

Cuando cayó el muro de Berlín, Chiara Lubich ya vio con intuición profética el peligro de la centralidad del consumo. Mientras que el ambiente general era de euforia porque el capitalismo iba a llevar desarrollo a todo el mundo, ella, en Nueva York, ofreció su vida para que no se alzara en su lugar el muro del consumismo. Meses después lanzaría la Economía de Comunión como una respuesta concreta de una economía distinta a partir de los pobres.

En nuestros días el papa Francisco se ha pronunciado con enorme claridad y dureza con respecto al consumismo. Él habla de un reduccionismo antropológico a la mera dimensión del consumo y de una cultura consumista idolátrica. Es interesante esta consideración del consumo como idolatría, casi como una religión alternativa en la que incluso se promete una cierta felicidad eterna, pues siempre será posible comprar un bien de consumo más moderno y mejor.  También para Francisco el punto de partida, el lugar desde el que ve el mundo, son los pobres. Para él, el criterio fundamental con el que se debe valorar la bondad de un sistema económico es el grado de pobreza (no elegida) que genera. 

Para conocer el grado de bien común de una sociedad no hay más que ver cómo trata a los pobres. Las políticas que tienden a incentivar el consumo de bienes materiales sacrificando otros aspectos centrales para la vida humana, como la salud o la educación, no son buenas. El desarrollo humano entendido de forma integral no implica solo los bienes materiales, que no pueden crecer ilimitadamente, pero sí implica crecer en bienes relacionales y en bienes comunes, que también son bienes económicos en los que se puede invertir y crear trabajo.

El consumo ha ido ocupando un lugar cada vez más central en nuestra vida y ha ido desplazando otras dimensiones.

Me gustaría encontrar programas electorales y debates con menos acento en el consumo y más en el trabajo. Me gustaría escuchar propuestas para orientar los capitales y los recursos hacia nuevas formas de energía y de consumo al servicio del bien común. Una vez oí a un ecologista decir que la naturaleza es la única empresa que no ha quebrado en todos estos años. Me gustaría que aprendiéramos más de ella y de su biodiversidad.